LA PICAPIEDRIZACIÓN DE LOS SUPERSÓNICOS
por Leo Maslíah
(incitación a revisar el «organigrama» de los estratos musicales de hoy)
(Nota: El siguiente diálogo, parcialmente basado en algunas entrevistas para distintos medios de prensa, adolece probablemente de vicios de enfoque, debido a la falta de formación musicológica del autor, pero intenta cuestionar, desde el lugar de la práctica musical, algunas cosas que por «inercia» parecen seguir dándose por sentadas acríticamente. Por último, quiero aclarar que el único objetivo de esto es promover la discusión y que las «acusaciones» presentadas aquí contra las posturas explícitas o implícitas de la música «contemporánea» y las opiniones sobre el modo de supervivencia de la música «clásica» no implican ninguna clase de cuestionamiento de tipo personal a quienes fueron mis maestros, sin cuyas desinteresadas enseñanzas jamás habría podido hacer lo poco que hice en materia de música.)
Pregunta (o réplica, según los casos)- ¿Cuáles son las principales deficiencias, en tu opinión, del contenido de la enseñanza en las instituciones formadoras en lo que se denomina música «académica» o «culta» y cuáles las de las de música «popular»? ¿Es posible diseñar un programa que articule a ambas áreas o que desestime la división?
Respuesta – La cuestión consiste en que la música «culta», en gran medida, dejó de existir como tal (me refiero a lo que vagamente podría llamarse su «función» en la sociedad). Entonces, la formación que se le da a la gente que quiere ir por ahí, es una formación «exterior», una formación tendiente a recrear lo mejor posible modelos consagrados, tanto de ejecución como de creación. Por otra parte, una buena porción de la «función» que antes desempeñaba la música «culta» fue absorbida en las últimas décadas por el jazz. Yo creo que si Franz Liszt reviviera y quisiera «aggiornarse» en lo que pasó dentro de la música, tardaría unas pocas horas en aprender y dominar las distintas propuestas de la música «culta» del siglo XX, pero tendría que pasarse varios años estudiando para entender lo que toca Herbie Hancock (y no solamente en razón de lo que en éste no viene de la música clásica europea, sino incluso en lo que sí viene de ahí, en la fagocitosis que el sistema tonal hizo de Debussy, Bartok, el blues, etc). En contrapartida, con respecto a la enseñanza de la música popular, creo que está demasiado constreñida a las formas tonales, al punto que se implanta ese esquema al tratamiento y aprendizaje de muchas músicas que en su constitución básica son ajenas a eso. Está totalmente generalizado en estos ámbitos un sentido invertido de la armonía: una armonía que no resulta de «armonizar» cosas que suceden juntas, sino que se plantea como punto de partida; una cuadrícula vacía pero que actúa obligando a las cosas a armonizarse no entre sí, sino en relación a ella, o sea en relación a nada. Y esto liquida al 99% de los músicos que entran a aprender. En cuanto a lo de articular ambas áreas, la culta y la popular… No sé, supongo que estaría bien, pero en general, cuando se emprenden cosas así, se entra en callejones sin salida, a veces por culpa de palabras como «tango», por ejemplo, o «rock». La mayor parte de lo que actualmente se hace bajo el rótulo de «tango» surge de una comprensión errónea de la relación entre esa palabra y las cosas que se tocaban por estos lados en la primera mitad del siglo XX. Es como si por llamarse «Juan» un recién nacido, hubiera que llevarlo a un cirujano plástico que le cambiara la cara para parecerse a otro Juan más viejo, como si ése se hubiese llamado así por tener esa cara, y no simplemente por requisitos civiles. La herencia «real» de ese Juan viejo no va a estar en ese otro recién nacido operado, sino en sus propios hijos, que pueden tener otras caras y otros nombres. Y en el caso de la música «culta» creo que es todavía peor, porque es un rótulo que ni siquiera existía en las épocas a las que se les endilga su surgimiento como tal no en contraposición a las otras músicas que hubiera en esas épocas, sino en contraposición a las que hay ahora, que no existían antes.
P – ¿Antes no había música popular?
R – Claro que sí. Y qué.
P – En el ámbito de la composición ¿la división música culta/ música popular es conflictiva pero necesaria o es un obstáculo creativo?
R- El modo en que la gente hoy en día se vincula con los distintos tipos de música es muy diferente al de épocas sin discos, walkmans, televisión, etc. Una persona puede, en un trayecto de una cuadra, ser atravesada por diecisiete músicas de lenguajes absolutamente ajenos entre sí en sus orígenes (eso no significa que todas le «digan», claro). Sin embargo, los músicos que las tocan pueden en algunos casos ser los mismos, cosa impensable en otras épocas. Esto tiene un alcance que en general creo que no se alcanza a comprender, y es éste: que lo que antes funcionaba como un lenguaje, ahora puede ser sólo una «locución» propia de un lenguaje más grande que se comió a todos esos lenguajes (aunque sin digerirlos). De ahí que muchos «géneros» o «estilos» musicales se mantengan casi incambiados en las últimas décadas, pese a que otras cosas de la música cambien tanto. Es porque, por ejemplo, los tipos que están tocando tangos, folclore o cumbia (o música «contemporánea»), en su mayoría, no están tocando tangos, ni folclore ni cumbia, sino que están diciendo «yo toco tangos», «yo toco folclore», «yo toco música contemporánea», etc, como locuciones propias de un lenguaje que a algunos de ellos les permite usar otras de esas locuciones (otros no las pueden usar como músicos, pero sí como oyentes, como el caso de los músicos «contemporáneos» que no saben tocar música popular, pero la usan o la necesitan como compañía cotidiana). Pero la conciencia de ese «superlenguaje» (que es lo que realmente merecería, creo yo, llamarse «música contemporánea») es escasa. Se puede oír plenamente asumido, de todos modos, en muchas manifestaciones musicales como Les Luthiers, o en Carl Stalling (el que hacía las músicas de los dibujos animados de la Warner), o en Scott Bradley (el que hacía las de Tom & Jerry), por ejemplo. Volviendo a la pregunta, yo no creo que la división música culta/música popular sea un asunto propio de la música actual. Hay diferentes lenguajes y ámbitos musicales, sí, pero no están ordenados ni distribuidos de esa forma, que es más bien una «superestructura» anacrónica que algunos musicólogos y periodistas siguen sosteniendo a falta de otra mejor. Yo creo que hoy en día el panorama es mucho más complejo y no se deja atrapar por esa clasificación. Sin duda algo de ella subsiste, pero está «cruzado» y en conflicto con lo que lleva el rótulo de «culto» o de «popular». Yo pienso, por ejemplo, que muchas de las mejores obras de música «culta» uruguaya de las últimas décadas son de Daniel Viglietti, Jorge Lazaroff y Luis Trochón, compositores clasificados como «populares». Se puede objetar que esos trabajos son de música popular porque se difundieron en medios y canales propios de la música popular, pero si los géneros se definen de esa manera vamos mal, todo queda en una cuestión de clubes. Tiene que haber algunos rasgos estructurales, o funcionales, para definir los géneros. También se podrá objetar mi juicio diciendo que, por ejemplo, esas obras no están escritas, mientras que la música «culta» siempre se escribe. Yo respondería que la escritura de la música «culta» no registra más que una pequeña parte de lo que los ejecutantes saben que deben tocar (y eso en la música «contemporánea» está mucho más exacerbado; las nuevas grafías de la música «contemporánea», en general, son un «curro»), y que muchas cosas de la música popular que supuestamente no están «escritas», en realidad a veces lo están, y otras veces están registradas como grabación de ayuda-memoria para el compositor o para el intérprete. Lo que sucede es que como los compositores de música «culta» (reconocida como tal) en general son bastante sordos, necesitan la escritura más que los otros. Pero existiendo la grabación, muchos músicos, y más cuando son cosas para un solo instrumento, usan o usaban eso como «escritura» en lugar de escribir. (Esto sin hablar de las computadoras). Probablemente habrían hecho lo mismo compositores como Chopin o Beethoven, en muchas de sus composiciones para piano. En otras composiciones, por ejemplo para varios instrumentos, sí se habrían hecho partituras de todos modos, pero hay que tener en cuenta que las partituras, además de funcionar como registro de lo que se compone, tienen una función muy importante como instrumento musical. Hay cosas que no se pueden tocar si no se tiene un papel adelante. Y en esta función de instrumento también son muy usadas en la música llamada popular. Y las partituras también tienen otra función, son una herramienta a veces imprescindible para la composición. Hay cosas que ningún compositor habría podido concebir de un saque, sin ir viendo en un papel, paso a paso, lo que está pasando entre las distintas cosas que a él o a ella misma se le van ocurriendo. Eso tal vez sea una de las cosas más importantes que distinguen la música occidental de otras músicas de otras culturas. Es mucho más definitorio que la tonalidad, que generalmente se tomo como rasgo identificatorio de nuestro sistema musical más allá de que no se use o se finja no usar en la música llamada contemporánea. Pero bueno, esa función de la escritura ahora también puede ser desempeñada por otros elementos, grabadores, secuenciadores, computadoras.
P- Antes hablaste de lo que podría o no llamarse la «función» de la música culta en la sociedad occidental. ¿Cuál es esa función?
R- No sé cuál es, pero ha sufrido algunos cambios importantes en el tránsito del Renacimiento a la sociedad capitalista. La antigua nobleza tenía a los compositores a su servicio, y con peor o mejor gusto, promovía las artes, que realzaban y coloreaban su poderío. Con el advenimiento de la sociedad burguesa, la actividad musical se va independizando, pero como decían Marx y Engels en el Manifiesto Comunista de 1844, ninguna clase dominante en la historia fue tan bruta o tan cerda como la de los burgueses. Mientras la burguesía quiso imitar a la nobleza de los siglos anteriores en la «protección», el amparo de la producción musical «culta» del presente y del pasado (esto último justamente por carecer de criterio propio y verse obligada a tomar prestado el criterio de los nobles de antes, a quienes quería sustituir), hubo pocos cambios en la situación funcional de la música culta, más allá de que algún músico sin amparo pudiera morirse de hambre. Además, esto se ve reforzado por la circunstancia de que durante el siglo XIX la alta burguesía estaba muy mezclada con lo que quedaba de la nobleza, o lo que quedaba de ésta seguía en su mecenazgo de músicos. Pero durante el siglo XX, poco a poco, se va volviendo cada vez más vacío de contenido y de «vida» el apego de la aristocracia burguesa por la Música con mayúscula, y a pesar de que la mayúscula se la puso ella misma, hoy en día la alta burguesía no escucha más a la crema de la crema de los músicos cultos, no escucha más a los Chopin y los Liszt de ahora, sino que reparte su tiempo entre los Chopin y los Liszt de antes y los Enrique Iglesias de ahora. Las músicas que se eligen a nivel de las multinacionales para proyectar e imponer al consumo masivo no son sólo un mecanismo para ganar plata y para perpetuar el ejercicio del poder: son también un reflejo de lo que les gusta a los dueños y de lo que ellos son.
P – ¿Pero de cualquier manera los compositores «cultos», aunque desamparados por el poder, siguieron constituyendo la vanguardia?
R – La vanguardia de qué.
P – No sé, de la música. De la música occidental.
R – Mirá, ese vaciamiento del apego burgués por el arte tiene múltiples consecuencias. Se va generando una escuela de intérpretes que tocan técnicamente cada vez mejor, se van superando generación tras generación, son máquinas cada vez más perfectas, entrenadas para simular hasta los más ínfimos detalles de la supuesta «expresión» de las músicas del pasado (que en realidad suelen ser las que se pusieron de moda durante el siglo XIX, supongo que bastante avanzado), pero que son cada vez más incapaces de salirse una sola nota de lo escrito (no es que salirse de lo escrito estuviera «prescrito» en esas músicas, pero ¿puede un intérprete entender una música si no es capaz, a cada paso, de «elegirla» entre distintas alternativas que se le pueden presentar, en función del conocimiento del lenguaje musical y de la experiencia previa?). Todo esto supongo que es archisabido (aunque mi ignorancia en asuntos musicológicos me haga decirlo tal vez con muy poco rigor), pero lo que creo que no se ve mucho es la contracara que todo este asunto tiene en el ámbito de la composición. La misma inanición que va ganando a los intérpretes, va haciendo carne también en los compositores (por más geniales que sean muchos de ellos y por más puertas que hayan abierto hacia nuevos tipos de sensibilidad musical). Porque a la par que durante las primeras décadas del siglo XX se van desplegando y sucediendo distintas formas de ruptura con algunos de los elementos constitutivos de la tradición musical «culta», se va desarrollando un anquilosamiento «lingüístico» (en el sentido de lenguaje musical). Porque en cierto modo, en un principio, el abandono del manejo tonal de las notas de la escala cromática se da como por cansancio, por saturación, por estar muchos compositores hastiados de estar dando vueltas sobre lo mismo y sentirse necesitados de decir otra cosa. Los intérpretes se regodean con la repetición infinita del mensaje tonal, pero los compositores que abandonan la tonalidad es porque la conocen demasiado bien y en vez de regodearse con ella sienten que ya no les sirve, que necesitan decir cosas que no están dentro de su repertorio de posibilidades (muchas de esas cosas ya están en germen en la música de Beethoven, donde se dan situaciones sonoras que se articulan más -o igualmente- en función del timbre y de los niveles de intensidad que en función de lo melódico y lo armónico). Pero después, poco a poco, después de las distintas camadas de Debussýes, de Bártoks, de Prokófieffs, de Schoenbergs, de Revueltas, van surgiendo nuevas camadas de compositores que heredan el sentimiento de hastío por los elementos tonales pero sin tener ellos mismos la experiencia del hastío, porque no se formaron de la misma manera y no adquirieron ese dominio que podían tener aquellos otros en el manejo de las supuestas exacerbaciones tonales de Wagner o Mahler. Y como en general los compositores cultos que seguían insistiendo en el manejo de elementos tonales eran malos, se afirmaba cada vez más en los ámbitos cultos el rechazo a la tonalidad, pese a que probablemente la mayor parte de los que tomaban parte en ese rechazo seguía tarareando íntimamente melodías tonales o modales o cantando «que los cumplas feliz» y escuchando por ahí música popular, pero todo eso era como harina de otro costal. Sin embargo, en el ámbito del jazz, la tonalidad se seguía desarrollando y evolucionaba incorporando y asimilando muchos de los recursos que en las primeras décadas del siglo XX algunos compositores usaban para salirse de ella (como Debussy, como Bartok). Así, muchas de las escalas que en músicas más antiguas funcionaban como modos, pero con la afinación actualizada y privadas de su sentido original, se iban incorporando a la música tonal casi con el mismo estatuto jerárquico que los modos mayor y menor, únicos empleados en la música clásica. La incorporación al esquema tonal y a las funciones tonales de todos esos otros modos, y del blues, y de la escala por tonos, y no sé cuántas cosas más, fue extendiendo, para bien o para mal, las posibilidades de la tonalidad a tales extremos que es totalmente justificada la afirmación del pianista Mark Levine en cuanto a que desde el punto de vista armónico, en comparación con lo que se hace en el jazz, la música clásica europea, hasta en sus más abigarrados exponentes posrománticos, es música minimalista. No sé cómo es en Europa o en otros lugares, pero en nuestro medio, en general, esto no es percibido por los compositores de música «culta» que siguen repitiendo ingenuamente que la tonalidad terminó en Wagner o en Alban Berg, y despachan el asunto irresponsablemente diciendo que lo que hacen los jazzistas, si bien contiene elementos tonales, constituye «otro código». Es cierto que es otro código, pero también es otro código Debussy con respecto a Rameau, y también es cierto que así como hay un camino que va desde Haydn o Beethoven hasta Varèse, Cage o Xenakis en cuanto al tipo de hechos sonoros que pueden ser objeto de una gramática musical, hay otro camino, cruzado con ese, que va desde Bach o desde Frescobaldi o desde no sé quién, hasta John Coltrane o Bill Evans. También, por supuesto, hay caminos a Piazzola, a Cuchi Leguizamón, etc etc. Por supuesto que pasaron muchas otras cosas, y muy decisivas, fuera de esos caminos, pero esto es para contestar a la pregunta: la contesto preguntándome qué papel de vanguardia, vanguardia de qué, puede ser un grupo de músicos que no tiene idea de cómo funciona una gran parte de la música que sonaba a su alrededor durante gran parte de su vida. Algunos indicios de esto: la canción «revolucionaria» que compuso el vanguardista Fredric Rzewski. Otro índice más cercano: los «Postangos» de Gerardo Gandini. Gandini es un buen compositor, es un excelente pianista, los Postangos son un trabajo muy bueno, muy interesante en muchos aspectos, muy lindo, pero en términos de lenguaje musical, ¿qué pasa ahí adentro? Un ir y venir desde el caos cromático más abigarrado hasta el planteamiento tonal más ingenuo, pero sin pasar por lo que podría llegar a considerarse una etapa intermedia, la de la mantención de las funciones tonales mediante elementos que tradicionalmente no las desempeñaban, pero que son obligados a desempeñarlas. No digo que Gandini tuviera por qué usar eso ni que usarlo hubiera significado un mejoramiento de su trabajo, para nada, al contrario, la mayor parte de lo que se hace con esas cosas actualmente suele ser bastante descartable; pero es importante señalar ese bache, yo lo llamaría «el malestar en la música contemporánea»; es el hecho de que la mayor parte de los compositores de música contemporánea no saben nada de armonía, su sentido tonal es infantil, está subdesarrollado, y su oído está atrofiado.
P – Pero el oído, en el sentido tradicional que tiene la palabra en la expresión «Fulano tiene oído» ¿no fue sustituido por otro tipo de oído? ¿No enseñó John Cage a escuchar otras cosas además de las notas? ¿No enseñó a escuchar no las notas abstractas significadas o representadas por las notas concretas que uno toca o pretende tocar, sino esas mismas notas concretas, esos mismos hechos sonoros que se están produciendo en un momento dado, junto con todo el resto de las cosas que suenan alrededor?
R – Por supuesto, pero yo me estoy refiriendo solamente a la captación de las relaciones entre las notas de la escala cromática.
P – Pero ¿no se produjo también una revolución perceptiva en ese plano? ¿No se desarrolló un oído atonal, que superara la antigua percepción, un oído que captara, identificara y degustara democráticamente todas las relaciones posibles entre las notas, sin privilegiar las que tuvieran significado como funciones tonales?
R – No. No se desarrolló para nada. Yo al principio creía ingenuamente que sí. Creía que en una pieza dodecafónica, por ejemplo, el compositor tenía el mismo tipo de vínculo con las notas que en una pieza tonal, no en cuanto al sentido de cada nota, por supuesto, pero sí en cuanto a la cantidad de sentido de cada nota, si se le puede llamar así, a la medida de la importancia de que fuera esa nota, y no otra, la que estuviera puesta en tal o cual lugar (este asunto del lugar también es muy importante, pero lo paso, ahora). No digo medida de la importancia en cuanto a la teoría, en cuanto a cumplir con los requisitos de la teoría, porque en este sentido, por ejemplo, en una pieza serial, la altura de cada nota requiere un nivel de determinación generalmente mayor que en una pieza tonal. Estoy hablando de la importancia en el sentido de cuánto altera el resultado musical, en la percepción del compositor, un cambio de nota. Pero cuidado, no estoy haciendo ningún tipo de comparación valorativa de los lenguajes musicales en sí, ni estoy diciendo que el hecho de que un compositor tuviera por ejemplo menos control melódico del resultado en una pieza dodecafónica que en una tonal implicara alguna desventaja musical. Sólo estoy diciendo lo que yo creía, cómo creía yo que funcionaba el vínculo del compositor, o del intérprete, con el sistema de alturas liberado de la tiranía tonal. Pensaba que era una superación. Algo así como que los compositores habían logrado construir todo un sistema de significados melódico-armónicos en la escala cromática liberada, que podía incluir las relaciones tonales simplemente como un caso particular, ya que en el ámbito de la música dodecafónica, por ejemplo, siempre se dijo que el lenguaje no era incompatible con lo tonal, y la música de Alban Berg era un buen ejemplo de eso. Pero de a poco me fui dando cuenta de que el asunto no funcionaba así, de que la percepción de todas las relaciones de alturas no era más rica en la música «liberada» que en la otra. No hubo superación del oído tonal, sino todo lo contrario, se fue dando un anquilosamiento. Sólo iba quedando una especie de percepción general que le servía a los compositores negativamente, es decir, para rechazar cosas, por ejemplo «ah, no, esto suena demasiado armónico» o «esto me quedó como una especie de dominante-tónica, lo voy a sacar». Por supuesto que no hay nada reprochable en que se haya dado esto, ninguna técnica, ningún sistema de trabajo tiene por qué ser descartado, y sin duda ése dio sus buenos frutos, pero lo que es innegable es que está basado en la mentira. La mentira de creerse y de querer hacer creer que se está por encima de un sistema de significados musicales que en realidad se domina y se conoce cada vez menos. Muchos compositores de música contemporánea se enojan con la gente que sigue desarrollando la armonía tonal, dicen cosas como que por más terceras que se agreguen a los acordes todo queda siempre en lo mismo, que no se agrega nada sustancial, y se pierden de aprender y de escuchar toda la inmensidad de cosas y de sentidos nuevos que aparecen y no se dan cuenta de que están exactamente en el mismo tipo de postura de los que cuando escuchan Ionización de Varèse se impacientan preguntando cuándo va a terminar la introducción y va a empezar el tema. Claro, nadie tiene la obligación ni el deber, ni seguramente el tiempo ni las ganas de conocer todas las vertientes de la música. Pero tampoco hay, ni hubo, por qué mentir. No estoy hablando de ninguna mala fe, ni de actitudes personales, de gente mentirosa; a lo que me refiero es a una escuela de la mentira, algo bastante generalizado e inconsciente por parte de sus agentes. Algo que además se puede comprobar en el tipo de reacción que generalmente tiene la gente formada en esa escuela, cuando se enfrenta con un producto musical contemporáneo que está elaborado en base a elementos tonales o modales. Si tiene algún patrón folclórico o algo que permita clasificarlo en algún rubro consagrado de la música popular, está perfecto, no hay ningún problema, es otro código y es muy válido. Si en cambio tiene algún tipo de elaboración que lo saque de esos rubros, y si está basado en lo instrumental, no se comprende para nada y es rechazado en función de esa percepción tonal vaga y atrofiada de la que hablaba antes. «Eso no». Pero si pese a estar estructurado de esa forma, es cantado y el canto no funciona como un instrumento más sino como algo a lo que todo lo demás acompaña, entonces es muy apreciado. ¿Por qué? Porque gracias al canto y eventualmente al texto el escucha «contemporáneo», que tenía el oído atrofiado, se engancha con el producto, le concede la posibilidad de aceptar que tiene algo que decir, accede a él y entonces en vez de oírlo desde la atrofia lo oye desde un lugar de aprendizaje, todo eso que no entiende, en vez de ser motivo de ese rechazo global, empieza a ser motivo de curiosidad y de interés, mirá esa nota que me parece que no es del acorde cómo queda, ahí, qué cosa, ¿no? Y esto no podría pasar, no podría existir ese tipo de sorpresa si fuera cierto, si hubiera sido auténtica esa revolución auditiva porque esa misma combinación de notas seguramente está presente diez mil veces en fragmentos de Berg o de Schoenberg claro que en otro contexto, pero si sólo se aprendió a degustar el contexto y no lo que pasa en el detalle de todas las combinaciones de notas, no se está por encima de la armonía, sino muy por debajo. Además, yo sospecho que eso siempre fue un motivo de disconformidad en el seno mismo del ámbito académico, y que fue una de las razones que desencadenaron el surgimiento de las corrientes llamadas minimalistas, por ejemplo, que fueron como decir «ah, los músicos populares y los jazzeros pueden tocar acordes y escalas, pueden cantar melodías, y nosotros no podemos porque ya decretamos que hacer eso era retrógrado, era reaccionario, pero a ver, busquémosle la vuelta, ¿cómo podemos hacer para utilizar ese material tan rico pero prohibido?». Y entonces surgieron esas estructuras repetitivas tan revolucionarias, que mataban dos pájaros de un tiro porque se podían diferenciar claramente de las viejas estructuras después llamadas discursivas, que estaban prohibidas, y a la vez permitían regodearse tocando infinitas veces seguidas eso cuyas ganas de ser tocado habían sido reprimidas durante décadas. Algo parecido a esto creo que es lo que desencadenó el éxito inicial de Les Luthiers. Más allá de la genialidad de su propuesta, creo que lo que vehiculizó el furor entusiasta que despertaron en el Instituto Di Tella y todas sus áreas de influencia fue el hecho de que habían encontrado la vuelta, gracias al humor, para tocar y componer con elementos que estaban prohibidos. Más allá de su indiscutible valor, yo creo que Les Luthiers ganaron sus primeros adeptos gracias al mecanismo del «placer sin culpa».
P – Pero, perdón, sobre lo que decías hace un rato, tal vez no se trata ni se trataba de estar por encima de la armonía, sino en otro lugar.
R – Sin duda, pero si vos estás generando situaciones armónicas cuyo significado no entendés ni controlás, no estás en otro lugar, o mejor dicho no sabés dónde estás, podés creer estar en un lugar y estar en otro. Y también se puede ir cambiando de lugar sin moverse. Las cosas van cobrando sentidos que antes no tenían. Es muy distinto escuchar la sonata para piano de Alban Berg ahora que hace 60 o 70 años, porque está llena de acordes que en ese momento podían ser considerados acordes raros y ahora son formas muy comunes de tocar acordes de dominante. Escuchar esa obra es una experiencia similar a la de mirar uno de esos dibujos donde mirando de una manera se ve un paisaje y mirando de otra se ve una cara; esas cosas. También es muy común que la gente que nunca escuchó con conocimiento de causa «música contemporánea» al escuchar alguna obra piense que es la banda sonora de una película de terror, porque los que componían música de películas, sobre todo en los años 60, empezaron a usar elementos de esa música «desconocida» para representar «lo desconocido», para crear climas de suspenso, de no saber lo que va a pasar. Entonces todo eso adquirió significaciones que a la hora de componer no se pueden desconocer. Y el problema es que si sos un compositor «contemporáneo» que no tiene más que una idea vaga y muy general de lo que pasó en la armonía de la música popular durante los últimos 50 años, y si igual trabajás con notas, con instrumentos que toquen notas de altura determinada, inevitablemente te vas a meter en una camisa no de once varas, sino de doce, lo que podríamos llamar una «camisa de Schoenberg».
P – Pero ¿no pasa siempre, eso, en realidad? ¿No pasa que todo lo que uno compone siempre va a tener o a cobrar más significados que los que uno quiso poner? Cualquier obra, después que uno la hizo, es de los que la escuchan, que le agregan todo lo que antes ellos tenían en la cabeza.
R – Por supuesto. Siempre es así. Yo no estoy haciendo ningún reproche a esa forma de trabajar o de componer. Sólo estoy haciendo reproches a quien considere que eso se puede llamar vanguardia, que eso pueda estar de algún modo «más allá» que otras formas de expresión musical. Lo que sucedió en este aspecto con la música es análogo a lo que habría podido pasar si cuando se inventó la fotografía, por ejemplo, no se le hubiera puesto un nombre diferente que a la pintura, sino que se le hubiera llamado pintura contemporánea, y se hubiera generado una actitud, por parte de los fotógrafos, de creerse que su «pintura» era la vanguardia y que los que seguían dibujando o pintando en lugar de fotografiar estaban atrasados en cuanto a lenguaje pictórico, es decir, en cuanto a cómo crear imágenes en una superficie.
P – Y decime, cuál es el modo de sustraerse a las significaciones musicales preexistentes de que hablabas, ¿evitarlas? ¿Agregar más elementos a la lista negra?
R – Bueno, sí, es una forma. Alguna gente habla de algo que llaman el «problema de las alturas». Ese problema yo lo definiría como la pregunta «¿cómo puedo disponer las alturas para que no me digan que soy tal cosa, o que soy tal otra, o que suena a esto o a lo otro?». A mí ese problema me parece que no es musical, es un problema de guardarropa, qué me pongo para ir a esta fiesta para que no piensen que soy un groncho, o que soy un nuevo rico, o que quiero llamar la atención, o que quiero pasar desapercibido, etc etc. El «problema de las alturas» solamente se presenta si uno, en vez de tener la pretensión de decir algo, pretende tener la garantía de decir algo que nunca haya sido dicho, ir a la fiesta con un modelo exclusivo, con la seguridad de que ninguna otra lo va a tener. Es la misión del Enterprise de Star Trek, Viaje a las estrellas, explorar nuevos mundos, ir a donde nadie ha llegado antes, como mal traducían en el doblaje.
P – De todos modos eso que decías, de componer negativamente, más bien da la impresión de que pasaba hace 20 o 30 años, ahora hay como más tolerancia, en el ámbito de la música contemporánea, ¿no? Inclusive aparecen obras llenas de reminiscencias tonales que ni siquiera están planteadas sobre estructuras repetitivas, cosas que hace 30 años no sólo no hubieran sido aceptadas en ningún concierto ni concurso de composición, sino que habrían significado el apedreo del compositor, su defenestración.
R – Es cierto, pero la tolerancia actual no es producto de una reconsideración de estos temas, es solamente una actitud propia de la frivolidad posmoderna, de la despreocupación y de la irresponsabilidad. Todo es válido, vos hacés lo tuyo, yo hago lo mío, no tiene sentido comparar las cosas, afuera los juicios de valor, no hay caminos mejores o peores, todos son igualmente estériles o igualmente satisfactorios. Pero cada cual en su casa, en su club.
P – ¿Qué clubes hay?
R – No sé, yo conozco algunos pocos, nada más. Hay un gran club de música joven, por ejemplo, se supone que si sos joven te tienen que gustar ciertas cosas sin importar que sean casi exactamente iguales que las de los jóvenes de hace 30 años. Y está el club de lo contemporáneo, donde no importa que lo que hagas sea exactamente igual a lo que hacían otros hace 30 años, porque ahí fue cuando se decidió cambiarle el sentido a la palabra; lo contemporáneo dejó de ser lo que se hacía en ese momento por hacerse en ese momento, y pasó a ser lo que se hacía en ese momento y punto. Y es increíble hasta qué punto las palabras y las etiquetas condicionan la percepción de la gente. En Montevideo hay una agrupación que se llama Núcleo Música Nueva, y conozco gente que usa la palabra nuevo para referirse a cosas que se tocan en los ciclos de la Agrupación, sin prestar ninguna atención al hecho de que en su concepción musical, y más allá de que puedan ser músicas buenísimas, son exactamente iguales a cosas que se hacían hace 30 o 40 años, o son directamente cosas compuestas en esa época o antes.
P – Pero ¿no pueden ser nuevas a pesar de eso?
R – Sí pueden serlo, pero no creo que la probabilidad de que lo sean sea mayor que en cualquier otro ámbito de la música.
P – Pero cuando se habla de música nueva o contemporánea en ese tipo de contextos, ¿no es para diferenciarlos de algún modo de los ciclos sinfónicos o de cámara oficiales o tradicionales, donde el repertorio es siempre más antiguo?
R – Sí, pero eso no libra de la responsabilidad de hacer algo nuevo si se está anunciando algo nuevo. En todo caso, estos ciclos podrían cambiar su denominación de nuevos o de contemporáneos, y llamarse por ejemplo «música vieja pero no tan vieja como las otras». De todos modos hay una cantidad de cosas que suelen darse, al menos en los conciertos de música «contemporánea» de estas latitudes (no sé cómo es en otras) que son difíciles de compatibilizar con algunos de los principios que supuestamente subyacen a sus vertientes más importantes. Por ejemplo, ¿se puede hablar del «estreno» de una obra de John Cage, o de una obra inspirada en su enfoque de la música? Una obra así no puede tener estreno, porque si se ensaya ya se estrenó. No estoy diciendo que el inspector de SADAIC tenga que ir también a los ensayos, a cobrarles a los músicos, pero sí que el presentarse en público con la actitud de quien va a abrir una ventana que permita acceder a una obra abstracta que no está en la sala sino en un lugar ideal, como sucede con la música clásica, y después tocar algo que no está en ningún lugar ideal sino en la realidad concreta de su ejecución en ese momento y en esa sala, es muy engañoso. La tos del público en un concierto de música contemporánea funciona igual que en uno de música clásica, funciona como una molestia, como un recordatorio de la carne que dificulta el vuelo del espíritu. Pero supuestamente no tendría que ser así.
P – ¿Y cómo tendría que ser? ¿Tendría que haberse desarrollado una conciencia sonora que incorporara ese tipo de perturbaciones respiratorias a la semiosis del discurso musical? ¿O tendría que ser como en una peña folclórica, o en un boliche de tango, o en un club de jazz, donde si alguien tose o se ríe no hay ningún problema, no se siente como una interrupción o un atentado a la continuidad del rito sagrado, por más que esos sean también ritos sagrados, pero con otro tipo de sacralidad? ¿No será que le están pidiendo a un género que adopte modalidades que son de otro?
R – No le pido que adopte modalidades de otro, pero sí que si anunció que va a revolucionar sus modalidades tradicionales, que lo haga.
P – ¿Pero no te parecen suficientes rompimientos los que ya llevó a cabo? Fijate lo que pasó con el manejo del tiempo, por ejemplo. En la música clásica, por más que ciertas danzas tuvieran ritmos que deformaban de diferentes maneras la regularidad del compás, todo está basado en el compás, en la distribución de los acontecimientos sonoros en ciertas unidades de tiempo articuladas por un sistema de acentuaciones. En muchas vertientes de la música contemporánea todo eso fue barrido. Al igual que el sistema de alturas, el tiempo también se democratizó.
R – No, para nada. Se mantiene la dictadura encubierta. Cuando el ritmo o las figuraciones parecen muy zarpados, es un tipo de zarpe igual al de la libertad rítmica de los recitativos barrocos, sólo que con otros elementos. Y cuando hay compás, por más irregulares que parezcan las cosas que se tocan, se está contando el mismo tiempo que en la música clásica, sólo que se lo trata de ocultar, se miente. Es un tiempo unidimensional, además, que cuando se estira se estira todo junto y cuando se contrae también se contrae todo junto. En un tango, por ejemplo, se puede estirar o estrechar algunas de las líneas melódicas de lo que está sonando, y aunque una nota caiga un tiempo antes o un tiempo después, o medio, o dos tiempos, igual el oído la relaciona y la asocia con acordes que no están sonando en ese momento, es casi como si hubiera tres flujos temporales, uno por el que pasa una cosa, uno por el que pasa otra, y un tercero a través del cual aquellas dos cosas se pueden percibir como coincidentes. Lo misma pasa en el jazz, sólo que los flujos temporales se relacionan de otra manera. Y en la zamba y en la chacarera también, de repente ahí los tiempos coinciden pero están estructurados internamente de modos diferentes, están divididos de diferentes maneras. En la música clásica, en cambio, cuando se apura una cosa se apuran también todas las demás, todo siempre tiene que coincidir, para que coincida. En la música romántica siempre hay arrebatos y momentos de tranquilizarse, igual que en gran parte de la música «contemporánea», pero siempre son los mismos arrebatos y achiques para todos en todo momento. La máxima libertad que puede haber ahí es la de tomar un acorde arpegiado, en vez de tomarlo con todas las notas juntas.
P – Bueno, pero es parte del código. No podés pedirle a la música culta que adopte el código de otros lenguajes.
R – Creo que sí se le puede pedir, y de hecho muchísima gente hace eso, no es que adopte el código, pero lo considera, lo oye, oye lo que pasa a su alrededor y trabaja con eso, sueña con eso, inventa otras posibilidades con eso. Sólo que en general no tienen carné de afiliación al club de la música contemporánea. A Picasso le podrían haber dicho también hace 90 años «mirá, vos estás usando códigos que no son de tu área, eso no vale, tenés que respetar la perspectiva, se tiene que saber qué es lo que está adelante y qué es lo que está atrás». Del mismo modo se le podría haber dicho a Schoenberg que el dodecafonismo no concordaba con el código de la música culta, que tenía que haber siempre una tónica clara. ¿Y cómo los Beatles pudieron incorporar a su música, tan medularmente, elementos de blues? Era otro código. ¿Qué tenía que ver el blues con la música popular inglesa? Los códigos pueden ir cambiando, no se puede usar el mismo argumento para justificar una revolución en la música que para prohibir otra. Además, creo que cuando se habla de «código» y de «lenguaje» en música, hasta ahora, no se sabe bien qué se quiere decir. Creo que el manejo de esos términos es muy vago y da lugar a confusiones y contradicciones debido a cambios inadvertidos en el significado de las palabras en el curso de las exposiciones. Y siguiendo con lo que te decía antes, lo mismo que pasa con el tiempo pasa con otros componentes de la música. Por ejemplo, los instrumentos musicales surgidos en los últimos decenios. Hoy en día la mayor parte de los discos y de los espectáculos musicales que se realizan descansan en buena medida en parámetros musicales que no son ni la melodía, ni la armonía, ni el ritmo, ni el timbre, son parámetros que tienen que ver con el procesamiento electrónico de lo que hacen las voces y los instrumentos, la distorsión, la posibilidad de que distintos instrumentos que están físicamente juntos suenen como si estuvieran situados en espacios de diferentes tamaños y con diferentes propiedades acústicas, hay una lista muy larga de nuevos instrumentos que en general donde menos se usan es en el ámbito de la música «contemporánea», el ámbito donde supuestamente más se revolucionó la percepción del sonido y la expresión sonora. No digo que no se usen, ojo, digo que es donde su uso está menos generalizado. Los compositores e intérpretes de la música supuestamente más «avanzada» son en general los que usan los instrumentos del modo más tradicional, aunque disfracen su concepción del sonido o de la música poniendo a los viejos instrumentos a hacer cosas para las que no habían sido pensados, cosa muy apreciable por cierto, y que dio magníficos frutos musicales, pero que por desgracia, en la mayoría de los casos, ofrece un «repertorio» de posibilidades muy escaso.
P – Sí, pero no sé si en la música popular, por ejemplo, el uso de todos esos nuevos instrumentos realmente está en la base, en el meoyo de la expresión o del lenguaje. ¿No es más bien un aderezo, un artificio, una fioritura? No en vano se les llama «efectos».
R – Los rótulos son muy engañosos, ya te dije. Creo que en algunos casos sí funcionan esas cosas como efectos, y en otros no, pero eso requiere estudios y análisis serios que no sé si alguien en algún lado está haciendo. Y en la música culta también el análisis está en pañales. Mucha gente confunde lo que un tipo dice que hizo, o la descripción del procedimiento que usó para hacerlo, con lo que realmente hizo, en términos de lenguaje musical. Esta confusión surge de que en la música clásica, en general, las dos cosas coinciden, debido a que casi todos los elementos formales de que se compone coinciden con unidades de significación, ya que son la cristalización de procesos de muchos siglos, durante los cuales las cosas que fueron consagrándose por el uso iban cobrando al mismo tiempo significados utilizados y comprendidos más o menos de la misma manera por todos los involucrados. Pero si vos analizás una obra musical por ejemplo en función de la correspondencia entre ciertas concepciones gráficas o geométricas por una parte y las alturas de los sonidos y el tiempo, por otra, tal vez no estés haciendo ningún análisis musical, estás jugando a otra cosa que no tiene nada que ver con la música, pero no con la música clásica, con ninguna música, tiene que ver, es lo mismo que si uno decide por ejemplo escribir un cuento donde todos los renglones empiecen y terminen con la misma letra. Después, cuando se publica, el formato del libro no coincide con el de las páginas del manuscrito, y ese elemento no es percibido por nadie, y tal vez tampoco sería percibido aunque los formatos coincidieran. El análisis literario del cuento va a ser el análisis de lo que las palabras del cuento dicen, más allá del interés que pueda tener enterarse de cómo trabajó el autor.
P – Pero lo que se llamaba poesía concreta ¿no hacía cosas de ese tipo? ¿No integraba ese tipo de elementos visuales a la significación?
R – Sí, pero la diferencia está en que ahí lo que el autor escribe y lo que el lector lee es lo mismo. En la música, el oyente no escucha lo que el autor escribe, sino cómo suena lo que escribe. Entonces para validar un análisis musical basado en el análisis geométrico de lo que un compositor dibujó, o en la historia de los pasos que siguió para dibujar eso, tenés que demostrar primero que los elementos gráficamente significativos se traducen uno a uno en elementos sonoros también significativos. Y eso puede no ser para nada así. Puede ser que se traduzcan en elementos sonoros, sí, claro, pero ¿quién garantiza que son ésos los que articulan o determinan el «sentido» de la obra? El sentido de la obra, en el sentido de las cosas que resultan relevantes para los oyentes, como para que ellos la vayan siguiendo, la vayan sintiendo, la vayan aprehendiendo, puede estar dado por otras cosas que no estén contempladas en ese tipo de análisis. Una situación imaginaria: si se analizara una obra de Beethoven o de Schubert confeccionando una lista de números formados por el producto de las veces que en cada compás apareciera un mi bemol por el número del tiempo en que en ese compás apareciera el primer mi bemol (poniendo tiempo número cero si no hubiera ningún mi bemol) dividido por la cantidad de tiempos del compás, probablemente alguien podría pensar que al análisis le falta algo; que puede haber elementos estructurales bastante importantes que no fueron tomados en cuenta. Sin embargo, es dable imaginar una escuela de música donde se entrenara a los alumnos en este tipo de análisis, y donde la mayoría saliera con la impresión de que sabe captar lo medular de cualquier obra musical. Ciertas listas de números que presentaran algunos tipos de regularidades podrían ocupar sitiales de privilegio sobre las otras, y gozarían del favor de muchos alumnos de la escuela, algunos de los cuales se esforzarían en componer música en concordancia con ellas (esto podría llamarse «armonía»), mientras otros, dedicados a la crítica musical después de su egreso, hicieran comentarios elogiosos cuando detectaran (siempre que tuvieran acceso a las partituras de las obras, claro) listas de números de las buenas. Y no hay garantías de que muchos análisis de la música llamada «contemporánea» no sean de este tipo. El cuentito de un compositor sobre cómo estructuró su obra no representa esa garantía; nadie tiene por qué saber en qué lenguaje o de qué manera logra comunicar. En el lenguaje hablado nos pasa a todos, podemos saber hablar y no saber nada de gramática, no saber cómo decimos lo que decimos, ni saber cómo es que lo que decimos consigue decir. Es muy ingenuo creer que con la música es más fácil, yo creo que al contrario, es todavía más difícil. Y redondeo esto con una anécdota. Una vez me presenté a un concurso de composición, y después que fui bochado, un día, hablando con un compositor que había sido miembro del jurado, le pregunté por mi obra y al identificarla me dijo que le había parecido muy mala. Después, al escuchar otra música mía, me dijo que tal vez si hubiera visto la partitura de esa música sin oírla, también le habría parecido muy mala o no la habría entendido, aunque oyéndola tenía otra impresión. Creo que ahora en muchos concursos se pide lo que se llama «maquetas midi» de las obras, pero hubo varias décadas durante las que los concursos de composición musical no eran de música sino de dibujo, habida cuenta de que los «maestros», a partir de cierta época (creo que más o menos a partir de los años 1950-60) dejaron de «saber música» en el sentido en que «sabían música» los de antes.
P: ¿Y quiénes «saben música» en la actualidad?
R: Creo que hay dos grandes «academias», dos grandes medios «cultos» o medios donde se concentra el «saber musical» (o pretende hacerlo, claro, ya que muchas expresiones musicales quedan fuera de ese «saber») . Uno es el tradicional, que está esquizofrénicamente dividido en dos, con el saber «clásico» por un lado (pero confinado a la imitación) y el «contemporáneo» por otro (pero que como «saber» sólo adopta una apariencia de sistematicidad que justifique los grados, los sueldos, los títulos universitarios, etc (en los países donde eso sigue existiendo, claro), ya que intrínsecamente ese saber no es «orgánico» como el de la música llamada clásica. Y el otro gran ámbito académico, en coincidencia con el ascenso geopolítico de los Estados Unidos durante el siglo XX, es el que se fue cristalizando a partir de la teorización del jazz. Este «saber» sí está sistematizado y organizado, y ahí para aprender ciertas cosas es indispensable haber aprendido primero otras. Esto no le da ninguna ventaja sobre el de la música «contemporánea», claro; pero es un «saber» de verdad. El otro es de mentira. Y fuera (o dentro, o independientemente) de estas academias está la gente que hace cosas que luego serán los modelos a estudiar, a imitar, o a execrar por los académicos. Esto no es muy original, casi todo el mundo lo sabe. Lo que no saben los músicos «contemporáneos» y los «clásicos», en general, es que no «saben música». Y lo que no saben los discípulos directos o indirectos de Berklee, en general, es que (exactamente del mismo modo como ocurría en los conservatorios de hace pocas décadas), las «reglas» que aprenden no son las reglas de la música, sino de una música.